Los
hechos relatados transcurren en Pisco, en torno a la familia del narrador,
quien recuerda en primera persona un episodio imborrable que vivió en su niñez,
a fines del siglo XIX. Un día, después de un largo viaje, Roberto, el hermano
mayor de la familia, llegó cabalgando cargado de regalos para sus padres y
hermanos. A cada uno entregó un regalo; pero el que más impacto causó fue el
que entregó a su padre: un gallo de pelea de impresionante color y porte. Le
pusieron por nombre el «Caballero Carmelo» y pronto se convirtió en un gran
peleador, ganador en múltiples duelos gallísticos. Ya viejo, el gallo fue
retirado del oficio y todos esperaban que culminaría sus días de muerte
natural. Pero cierto día el padre, herido en su amor propio cuando alguien se
atrevió a decirle que su «Carmelo» no era un gallo de raza, para demostrar lo
contrario pactó una pelea con otro gallo de fama, el «Ajiseco», que aunque no
se igualaba en experiencia con el «Carmelo», tenía sin embargo la ventaja de
ser más joven. Hubo sentimiento de pena en toda la familia, pues sabían que el
«Carmelo» ya no estaba para esas lides. Pero no hubo marcha atrás, la pelea
estaba pactada y se efectuaría en el día de la Patria, el 28 de julio, en el
vecino pueblo de San Andrés. Llegado el día, los niños varones de la familia
acudieron a observar el espectáculo, acompañando al padre. Encontraron al
pueblo engalanado, con sus habitantes vestidos con sus mejores trajes. Las
peleas de gallos se realizaban en una pequeña cancha adecuada para la ocasión.
Luego de una interesante pelea gallística les tocó el turno al «Ajiseco» y al
«Carmelo». Las apuestas vinieron y como era de esperar, hasta en las tribunas
llevaba la ventaja el «Ajiseco». El «Carmelo» intentaba poner su filuda
cuchilla en el pecho del contrincante y no picaba jamás al adversario. En
cambio, el «Ajiseco» pretendía imponerse a base de fuerza y aletazos. Repentinamente,
vino una confrontación en el aire, los dos contrincantes saltaron. El «Carmelo»
salió en desventaja: un hilillo de sangre corrió por su pierna. Las apuestas
aumentaron a favor del «Ajiseco». Pero el «Carmelo» no se dio por vencido;
herido en carne propia pareció acordarse de sus viejos tiempos y arremetió con
furia. La lucha fue cruel e indecisa y llegó un momento en que pareció que
sucumbía el «Carmelo». Los partidarios del «Ajiseco» creyeron ganada la pelea,
pero el juez, quien estaba atento, se dio cuenta que aún estaba vivo y entonces
gritó. «¡Todavía no ha enterrado el pico señores!». Y, efectivamente, el
«Carmelo» sacó el coraje que sólo los gallos de alcurnia poseen: cual soldado
herido, arremetió con toda su fuerza y de una sola estocada hirió mortalmente
al «Ajiseco», quien terminó por «enterrar el pico». El «Carmelo» había ganado
la pelea pero quedó gravemente herido. Todos felicitaron a su dueño por la
victoria y se retiraron del circo contentos de haber visto una pelea tan
reñida. El «Carmelo» fue conducido por Abraham hacia la casa, y aunque toda la
familia se prodigó en su atención, no lograron reanimarlo. Tras sobrevivir dos
días, el «Carmelo» se levantó al atardecer mirando el horizonte, batió las alas
y cantó por última vez, para luego desplomarse y morir apaciblemente, mirando
amorosamente a sus amos. Toda la familia quedó apesadumbrada y cenó en silencio
aquella noche. Según palabras del autor, esa fue la historia de un gallo de
raza, último vástago de aquellos gallos de pelea que fueron orgullo por mucho
tiempo del valle del Caucato, fértil región de Ica donde se forjaban dichos
paladines.